Ángeles
Maestro
Quien
no sabe es un imbécil. Quien sabe y calla es un criminal.
Bertolt
Brecht
En
los últimos días, Iñigo Errejón, ha dado un paso más para ubicar
a Podemos en el marco de lo políticamente correcto para las
estructuras de Poder. Sin que haya sido desautorizado por su
organización, ni por su coaligada IU, ha pedido disculpas a parte de
las generaciones anteriores por si se hubieran sentido ofendidas por
declaraciones de Podemos que hablaban de hacer borrón y cuenta nueva
con el Régimen del 78, cuando lo que pretenden en realidad es
actualizarlo.
La
Transición, además de una traición, fue una tragedia para el
movimiento obrero y las izquierdas del Estado español. La clave de
bóveda de esa maniobra estaba en el PCE, que tenía su fuerza real
en el poderoso movimiento obrero, reconstruido en dura lucha contra
la Dictadura. El PSOE era prácticamente inexistente. Era poco más
que una carcasa “rellenada” con
jugosos apoyos económicos, políticos y mediáticos de la CIA y la
socialdemocracia que actuaban de forma coordinada y con los mismos
objetivos: asegurar el control por parte de las mismas élites tras
la muerte de Franco.
El pilar ideológico fundamental de esa operación política - calificada de transición democrática, modélica y pacífica y que dejó cientos de asesinatos impunes a manos de la extrema derecha y de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado (las más de las veces en oscura connivencia) – fue la amputación de la memoria histórica.
Para
esa lobotomía colectiva era necesaria la complicidad de quiénes
habían defendido con coraje y coherencia el orgullo de sus héroes y
la legitimidad de su lucha. Para que la amnesia fuera realmente
eficaz hacía falta, precisamente, la colaboración de quiénes en
medio del terror de la Dictadura habían logrado inscribir la
continuidad histórica de la lucha en las nuevas generaciones de la
clase obrera, que no vivieron la guerra, pero que se sentían
legítimas herederas de quienes cayeron combatiendo al fascismo.
Todo
ese hilo rojo simboliza la bandera republicana. No es un trapo
tricolor por el que no merece la pena dar la vida, como decía el
secretario general del PCE Santiago
Carrillo, intentando lubricar la violenta imposición de la bandera
de los vencedores de la guerra civil y la monarquía borbónica
heredera del franquismo. Y digo violenta, porque sabiendo que tal
decisión iba a ser fuertemente contestada, los guardaespaldas del
secretario general tenían la misión de arrebatar cualquier bandera
republicana que apareciera en manifestaciones o actos públicos. Este
drama, entre traiciones y terror fascista, nos lo cuenta de forma
documentada, dolorosa y genial Alfredo Grimaldos en su libro “La
sombra de Franco en la Transición” en el que narra cómo su madre
cosía y recosía la enseña republicana repetidamente desgarrada por
la citada escolta.
La
extirpación de la memoria, ocultándola, tergiversándola o
denigrándola, es un instrumento clave de control social. Sin raíces,
sin identidad y sin estrategia la manipulación de masas es mucho más
fácil.
El
periodista argentino Rodolfo Walsh que cayó asesinado por las balas
de la dictadura de Videla nos recuerda algo que debiera estar grabado
a fuego en las mentes de la clase obrera: “Nuestras clases
dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan
historia, no tengan doctrina, no tengan héroes, ni mártires. Cada
lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la
experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La
historia parece así una propiedad privada cuyos dueños son los
dueños de todas las cosas”.
Sobre
esta amputación de las raíces históricas, acompañada de un enorme
rosario de renuncias ideológicas y de traiciones políticas y
sindicales, se pudo implantar sin apenas resistencia el discurso
oficial. Porque cuando las clases dominantes consiguen que sus
políticas sean asumidas por la izquierda, matan dos pájaros de un
tiro. Logran sus objetivos sin apenas coste político, al tiempo que
aniquilan la credibilidad de sus colaboradores ante su propio pueblo.
Y
la operación política de la Transición, que tuvo como saldo
estratégico la destrucción de la izquierda, ocurrió precisamente
cuando el movimiento obrero en el Estado español era muy poderoso
organizativamente, el más fuerte de Europa, y cuando las luchas
sociales habían asumido objetivos políticos de ruptura con la
Dictadura, incluyendo la Amnistía y el Derecho de Autodeterminación.
Mediante los Pactos de la Moncloa, la Ley de Amnistía de 1977 y la
Constitución de 1978, las izquierdas del Estado español –
exceptuando a la izquierda abertzale – apuntalaron el poder de los
vencedores de la Guerra Civil, justamente cuando más debilitado
estaba por obra de las luchas obreras y populares.
El
producto de la Transición, el Régimen del 1978, se erige sobre la
continuidad del aparato institucional del franquismo, con el rey a la
cabeza, y se ha sostenido mediante la alternancia en el gobierno del
PSOE y del PP. La sucesión de ambos partidos ha ejecutado sin apenas
resistencia las políticas más duras del capitalismo, dirigidas por
la UE y la OTAN.
En
los últimos años, cuando el descontento y la movilización han
adquirido carácter masivo como resultado de las brutales políticas
que han descargado sobre la clase obrera y sectores populares las
consecuencias de la crisis capitalista, la verdadera naturaleza del
Régimen establecido hace 40 años se ha hecho evidente para amplias
capas de la opinión pública.
Podemos
recogió la canalización electoral de la indignación popular que
primero expresó el 15 M y que empezaba a dotarse de programa
político con las Marchas de la Dignidad que denunciaban el Régimen
del 78 y, sobre todo, apuntaban contra la Unión Europea, exigiendo
No Pagar la Deuda. La apresurada abdicación del rey Juan Carlos en
2014 fue el resultado directo de la deslegitimación y el
debilitamiento sin precedentes del engranaje político e
institucional que inauguró la Transición, con la corrupción impune
que le ha acompañado.
La
andadura política de Podemos, que con un lenguaje radical que
parecía retomar en su discurso los objetivos de ruptura con el
Régimen del 78, actualizado con la denuncia de la UE y la OTAN, ha
seguido los mismos derroteros que su homóloga Syriza. Con la
diferencia de que la tragedia griega ha adquirido aquí naturaleza de
farsa. La traición de Tsipras a su pueblo tras el referéndum de
2015, ejecutando las políticas impuestas por la UE con mucha mayor
dureza que sus antecesores de la derecha griega, ha sido trasladada
al Estado español por Podemos en alianza con IU, “preventivamente”.
En aras de ser aceptado por los aparatos de poder y conseguir
gobernar con el PSOE ha ido desapareciendo de sus discursos y de sus
prácticas cualquier planteamiento de ruptura y de confrontación con
las élites dominantes.
Recuerdo
solamente los ejemplos más recientes. Las tibias declaraciones de
sus dirigentes, repletas de ambigüedad calculada, cuando la
represión se abatía sobre el pueblo catalán mediante la aplicación
del artículo 155 de la Constitución avalado por una intervención
real que parecía sacada de los años más negros de la Dictadura. El
discurso de Pablo Iglesias en la Moción de Censura a Rajoy en el que
propuso al PSOE entrar en el ejecutivo para constituir un Gobierno
“fuerte, estable y que dé garantías a la Unión Europea”. El
fichaje para la secretaría general de Podemos en Madrid al general
que, como Jefe del Estado Mayor de la Defensa y hombre de confianza
de la CIA, dirigió la participación española en el marco de la
OTAN en los bombardeos contra Libia en 2011.
Tres
días después de las declaraciones de punto final de Errejón
reaparecían Jose María Aznar y Felipe González, juntos, en
un debate organizado por El País para reafirmar que el Régimen del
78 son ellos. La nueva directora de El País afirmó: “que González
y Aznar hayan decidido debatir aquí es un síntoma de la vigencia de
la Constitución”. En realidad, la reaparición conjunta de estos
siniestros personajes muestra la debilidad ante la opinión pública
del andamiaje sobre el que se ha construido ese Régimen que,
efectivamente, ellos representan. Cada vez menos gente ignora que,
precisamente ellos dos son la cúpula de
los antiguos/nuevos ricos unidos por las privatizaciones de empresas
públicas, cobrando – ellos y sus ministras y ministros - por su
pertenencia a consejos de administración de esas mismas empresas;
que ambos son los máximos responsables de las contrarreformas
laborales y de las pensiones, del GAL, de la entrada en la OTAN
inaugurada con la intervención en la guerra contra Yugoslavia uno, y
del golpe contra Chávez y el Trío de las Azores para la invasión
de Iraq el otro; y que los han sostenido y encubierto a ultranza la
corrupción de la monarquía borbónica. Esa emblemática imagen,
muestra - por si cupiera alguna duda - cual es el engranaje de robo y
de crimen sobre el que se sostiene el Régimen del 78 que hoy hace
aguas.
La
envergadura del trofeo conseguido por las clases dominantes en la
Transición hace que comparar a Podemos con el PCE sea una
caricatura; si no fuera porque el objetivo del poder es el mismo:
conseguir de la supuesta izquierda la colaboración para sostener a
las mismas clases dominantes erigidas sobre el saqueo y el crimen.
Es
también la misma la deriva, con costes electorales y de descrédito
incluidos, de las organizaciones que se arrodillan ante las
oligarquías dominantes a cambio de migajas institucionales.
El
poder, sin embargo, no pierde sus objetivos: impedir mediante el
chantaje, el soborno o efímeros puestos en los gobiernos, que surja
una izquierda coherente. Una izquierda que, necesariamente, debe
asumir la continuidad histórica de las luchas emancipadoras de la
clase obrera y de los pueblos del Estado español, de forma que,
unidas, se enfrenten al aparato ideológico, institucional, político
y económico, edificado sobre la continuidad hegemónica de la
herencia de la Dictadura.
Frente
a los intentos de ocultar que la bestia franquista sigue viva, ante
cada lucha obrera, en cada episodio de auge del movimiento popular,
como ha sucedido en Cataluña, reaparece la brutalidad de la
represión, el feroz escenario de la caverna mediática atizando sin
pudor el enfrentamiento entre pueblos y la actuación impune de las
organizaciones fascistas, estrechamente relacionadas con estructuras
policiales.
La
Ruptura que la Transición abortó sigue pendiente. La enésima
negación de la misma, que siempre va acompañada de la aceptación
de todos los engranajes del poder y de la dominación – como son la
UE y la OTAN - por parte de supuestamente “nuevos” aparatos
organizativos, sólo sirve para hacer más evidente la necesidad de
construir una correlación de fuerzas que quiebre el pivote principal
sobre el que se articula la dominación de la clase obrera y de los
pueblos del Estado español.
En
la construcción de esa nueva correlación de fuerzas que debe,
ineludiblemente, enfrentar el Régimen del 78 debe ocupar un papel
central la nueva clase obrera, masivamente precaria, proletarizada, y
debilitada – entre otras cosas – porque la destrucción de
derechos laborales hace todopoderoso al patrón para perseguir la
organización obrera. Y, precisamente, esa dictadura que el capital
ejerce casi sin límites contra el trabajo, se asienta en la amenaza
del despido, que en tiempo de paro masivo es una tragedia. Esa casi
absoluta libertad para despedir del patrón, que se ha ido
incrementando en cada contrarreforma laboral, precisamente se inició
en los Pactos de la Moncloa, en ese acta de nacimiento del Régimen
del 78 por cuyo cuestionamiento tiene Errejón la desvergüenza de
pedir perdón.
Porque
la Transición no fue sólo una inmensa transacción política, tuvo
una enorme impronta de clase. Año y medio después de la más
progresiva Ley de Relaciones Laborales (Ley 16/1976) que ha conocido
la clase obrera en el Estado español – arrancada mediante la
lucha, con los sindicatos ilegalizados y con miles de sindicalistas
en la cárcel – los Pactos de 1977 eliminaron el derecho del
trabajador a decidir sobre su readmisión en caso de despido
improcedente e introdujeron un contrato de empleo juvenil de dos años
con despido libre.
Para
esta tarea de reconstrucción en la lucha de la unidad y la identidad
de clase es esencial identificar un objetivo estratégico que
articule esa unidad, y que como la reivindicación de las ocho horas
de jornada laboral, pueda tener carácter internacional. Ese objetivo
podría ser la lucha “Contra el despido libre” que apunta contra
la precariedad, contra la amenaza del despido y se dirige
directamente a reforzar la organización de la inmensa y cada vez más
mayoritaria clase obrera precaria, y por definición, sin derechos.
Además de que para analizar los orígenes del problema y los cambios
acaecidos es imprescindible analizar y reescribir la historia desde
una perspectiva de clase antagónica a la oficial, para construir esa
fuerza es imprescindible que las nuevas generaciones de trabajadoras
y trabajadores, de aquí y de fuera, hundan sus raíces y se nutran
del tesoro acumulado en la memoria histórica de las luchas obreras y
populares.
Construir
la fuerza del pueblo organizado, mediante la lucha – porque no hay
otro camino - es indispensable para enfrentar a la élite política y
económica que amasa sus fortunas y su poder con el expolio y el
sufrimiento de la inmensa mayoría. Esta tarea, larga y dura, es
insoslayable. Otra cosa es seguir mareando la noria electoral con
ocurrentes relatos y novedosas estructuras organizativas que cada vez
tienen más dificultades para ocultar que son “servidores del
pasado en copa nueva”.
Septiembre
de 2018
Yo, y mi mismo, ahora en 2018 soy de Podemos y respeto, admiro y confío en Pablo Iglesias , pero también intuyo que la España eterna no consentirá un gobierno de Unidos Podemos antes habrá sido sembrado regado y recogido el mismo odio, la violencia y la muerte. España sigue siendo un país escindido e irreconciliable, dos bandos que no pueden ni quieren coexistir ni en tiempo ni en lugar
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